miércoles, 4 de marzo de 2009

Malawi asiste impotente al avance implacable del Sida que, junto al hambre y otras enfermedades, está haciendo estragos entre la población. Misionero







La Hermana Brígida Moreta, una abulense dotada de una extraordinaria fortaleza, que se encuentra a cargo del proyecto del hospital rural de Mtengo Wa Bthenga, recuerda cómo ante semejante escena las misioneras perdían el apetito, impotentes ante el sufrimiento de familias enteras que arrancaban las raíces de los árboles para llevarse algo a la boca y veían morir a sus hijos a causa de la desnutrición. Su situación, desgraciadamente se reproducía por todo el país, unida dramáticamente a otros males comunes a todo el continente: el Sida, la malaria y la tuberculosis.








.Hay una conexión estrecha entre el Sida y el hambre. Es una cadena. Si se muere la gente joven, ¿quién trabaja?, ¿quién genera riqueza? Con hambre, todas las enfermedades recurrentes aparecen. El cólera ya está llegando, aún sin haber llovido, pese a que la época de lluvias comienza en noviembre”, explica la hermana Brígida a las responsables de Manos Unidas que han viajado al país para conocer ‘in situ’ los proyectos que financia esta ONG, acompañadas por un grupo de periodistas. Es nuestro primer día en Malawi y la dura realidad de este pequeño y bello país de tierra roja, apacible y amable, explota ante nuestros ojos. La esperanza de vida es tan solo de 36 años para los hombres y 37 para las mujeres, un retroceso brutal cuando hace ocho años se situaba en los 45 años; la mortalidad infantil afecta a 215 por cada 1.000 niños; y se calcula (aunque las estimaciones son difíciles de afinar, ante la falta de censos y de tests) que más del 16% de la población de entre 15 y 49 años tiene tiene en sus venas el virus del Sida.



Sida y hambreDesgraciadamente, las cifras del VIH, lejos de retroceder, crecen como la espuma. Sólo en esta zona de Malawi, el 30% de los niños menores de 5 años es seropositivo (si se cuidan, podrán cumplir los 15 años), así como el 35% de las mujeres embarazadas, afirma la hermana Moreta. Como consecuencia, los huérfanos de Sida son abundantes: en la zona hay 3.000 registrados, de modo que casi todas las familias tienen tres o cuatro niños huérfanos (si la madre muere, se quedan con la familia materna; el padre no se hace cargo de ellos).“El año pasado, el Sida se cebó en las zonas donde se pasó más hambre. Los niños caían como moscas. Comían agua con harina, para darle color más que nada, que la recogían de suelo para hacer la papilla”, relata la misionera. Lleva en Malawi 26 años, y revela que los primeros casos de Sida aparecieron en 1983. Al año siguiente comenzaron a desplegarse las campañas de sensibilización, en los bares, los centros de prostitución, a través de la radio, la prensa, la Iglesia,... pero hacen poca mella a la vista de las estadísticas: el 44% de los jóvenes tiene la enfermedad innombrable. Es un tema tabú, no se habla de Sida, sino de las enfermedades que van asociadas al virus y que son las que hacen morir a la gente: tuberculosis, malaria, cáncer... Una gran parte de los enfermos, de hecho, desconoce que está infectado. Los tests resultan caros, por no hablar de las medicinas que salvarían a esta gente de una muerte segura, que son inalcanzables para sus exiguos ingresos.Los antirretrovirales necesarios para suministrar a una mujer embarazada durante todo el periodo de gestación cuestan unas 40.000 pesetas (unos 240 euros), imposibles de pagar en un país paupérrimo, donde el gasto en salud por malawiano es de 5 dólares. La impotencia no tiene límites cuando se sabe que los bebés podrían nacer sanos si las madres tuvieran acceso a los medicamentos, y el resto de la población infectada podría sobrevivir al igual que las sociedades occidentales si los medicamentos se abarataran para los países en desarrollo (mediante la producción e importación de genéricos) y los beneficios de las multinacionales farmacéuticas no se antepusieran a las vidas humanas.En este contexto, “el Sida afecta a toda la sociedad”, señala la hermana Brígida, y las prácticas extendidas en una población tremendamente arraigada al pasado y a las tradiciones son terreno abonado para su propagación. La misionera revela que hasta el año 1990 se hacían transfusiones de sangre sin analizar; los matrimonios constituyen un foco de transmisión, a causa de la poligamia y la promiscuidad; y el uso de preservativos resulta muy difícil de implantar en su mentalidad. Con un primer vistazo al hospital de Mtengo Wa Bthenga, financiado por Manos Unidas con la colaboración de otras ONG, se adivina la extraordinaria labor de las misioneras. Allí conocemos a Anastasia, una niñita de un año, que tiene gastroenteritis, tuberculosis y Sida. Su madre, infectada por VIH, tiene tres hijos vivos y otros tres muertos. Con la pensión de su marido, que asciende a 10 euros al mes (unas 800 pesetas), tiene que ingeniárselas para dar de comer a sus hijos, pagar la escuela del mayor y las medicinas del hospital (de precio simbólico, aunque gratis en tiempos de hambre). Ya ha preparado el campo por si llegan las lluvias, pero aunque así fuera, no dispone de dinero para los fertilizantes.

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